Texto carol lópez +alto +alto Los incipientes colores del otoño hacen que el castaño del Postuero parezca aún más sobrenatural. Vestido de cálidos ocres, naranjas y marrones, este imponente árbol de 800 años acoge a los senderistas bajo su grandiosa copa en la ruta hacia la Chorrera de Calabazas. La parada para admirarlo es obliga-da. Como también lo es la foto en este paraje, uno de los más evocadores del Geoparque Villuercas-Ibores-Jara. Hace falta una cadena de varias personas cogidas de las manos para abra-zar el tronco de este longevo árbol. Un monumento natural catalogado junto a otros 16 ejemplares centenarios que pue-blan este soto conocido como Castaños de Calabazas. El más de medio siglo de edad que suma cada uno de estos árboles supone apenas una fracción de segundo si se compara con los millones de años de los relieves sedimentarios, forma-ciones kársticas, desfiladeros, berrocales y riscos que moldean la faz del macizo montañoso donde todo ello convive. Un sim-par enclave geológico que comprende las comarcas cacereñas de Las Villuercas, Los Ibores y La Jara, declarado Geoparque Mundial por la Unesco en septiembre de 2011, distinción que reconoce los lugares con patrimonio mineral de valor cultural y científico. Este territorio reúne medio centenar de “geositios” de interés al este de la provincia de Cáceres. Explorar sus siete sierras y siete valles nos da una idea del convulso pasado geo-lógico del planeta desde el Paleozoico. Una aventura perpetuada en las piedras Los pliegues, colisiones y fusiones de magma derivados del movimiento del súpercontinente ancestral Pangea explican la confluencia de vestigios minerales originados en zonas tan dis-tantes, de Ecuador al Polo Norte. Como las vetas de fosforita sedimentadas en el fondo de un océano remoto hace millones de años y que la deriva geológica trajo finalmente a estas latitu-des. Bajo el nombre de Mina Costanaza, este yacimiento fue la mayor explotación europea para la fabricación de abonos del siglo XX. Sus dos niveles de galerías visitables dan una idea de su pasada trascendencia económica y social. La dinamización neo-rural se abre paso tímidamente. Un ejem-plo es Rocío Vázquez, emprendedora de Castañas El Común, que exporta castañas desde Guadalupe a todo el mundo. Cree que la tierra donde nació es “un tesoro de la biodiversidad por descubrir. Con montañas apabullantes, agua a raudales y fron-dosos bosques de castaños, robles, acebos y loros. Y, en contras-te, otro paisaje espectacular de olivos, jaras y retama que nadie imagina”. O Efrén Martín, viverista y técnico agrícola, que elige el otoño como la estación más inspiradora: “Asistir al espectácu-lo de la berrea en el valle de Guadarranque. O las rutas micoló-gicas por la dehesa de Berzocana o El Cubero para recoger bole-tus, níscalos y amanita caesarea”. Por encima de las nubes El risco de La Villuerca es la atalaya del Geoparque. En su cima, a 1.601 metros, vuelan roqueros y colirrojos. Abajo en los valles, jabalís, venados, zorros y corzos comparten territorio con cigüe-ñas negras, buitres leonados, búhos reales, águilas y halcones. En los ríos nadan nutrias y somormujos. “Hay muchas formas de habitar el territorio. Yo soy de embadurnarme. El paisaje es mi traje”, dice el naturalista y escritor Joaquín Araujo, que desde hace 50 años vive en corazón de la comarca. La visitó por prime-ra vez en 1972 y el flechazo fue instantáneo. “Llegué en furgo-neta DKW cuando era imposible hacer el viaje sin pinchar una rueda. Aún recuerdo las sensaciones al contemplar esa alborota-da rebeldía de las sierras superponiéndose según te aproximas a Guadalupe.” Araujo reivindica su condición de campesino. Ha plantado 26.500 árboles desde que llegó a Las Villuercas. “Sale una media muy bonita: un árbol por cada día vivido”, cavila. “Alcornoques, encinas, quejigos, enebros… Es mi gesto de agra-decimiento hacia este territorio”. Y, de nuevo, bajo tierra, está la Cueva del Castañar, tapizada de suelo a techo con singulares formaciones originadas de la inte-racción entre la piedra caliza y el agua. Una orgía de formas y colores que cautiva por su belleza y su valor científico. Un libro de Historia a cielo abierto El patrimonio histórico-artístico también habita en el Geoparque. Joyas como las pinturas rupestres del desfiladero del río Ruecas, dólmenes prehistóricos, castillos medievales o el Real Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe –un crisol de estilos gótico, mudéjar, renacentista, barroco y neo-clásico declarado Patrimonio de la Humanidad– documentan la presencia humana desde sus albores. El periplo llega a su fin en el lugar donde todo comienza, el cen-tro de visitantes del Geoparque. Está en las antiguas escuelas de Cañamero, rehabilitadas en 2011 por los arquitectos Mercedes López y Ángel Pardo. “Aquel otoño nos regaló unos cielos que creímos dignos de ser contemplados”, recuerda López sobre el momento en que proyectaban el espacio. “Decidimos colmatarlo con un inmenso ventanal que sirviera como lugar de recepción e inicio de la visita”. Un mirador abierto a ese paisaje emocionante que hace una década la Unesco puso en la lista de tesoros natu-rales que vale la pena descubrir. Paisaje: © Phil Gates / Alamy / Cordon Press. El clima de Las Villuercas tiene pinceladas atlánticas que se asimilan más al Cantábrico que al sur de la península. También su orografía.