Vivir es viajar despacio Por Pedro Bravo EL RELATO El periodista y guionista Pedro Bravo (Madrid, 1972) escribe ensayo, ficción y podcasts. Su último libro, ¡Silencio! (Debate, 2024), es un manifiesto filosófico y político en defensa de la soledad, la introversión y la naturaleza. Seguir leyendo Retrato: Patricia Sotomayor Ilustracion: Digital Vision Vectors/Getty Images Me subí al AVE como cada martes dispuesta a pasar en Madrid vein-ticuatro horas de trabajo y farándula. Bendito tren –pensaba cada vez que lo cogía, cargada con mi ordenador, con mi libro–, que me permitía contestar wasaps, planificar, concretar asuntos sin distrac-ciones. Que me dejaba ir y volver en el día, a veces, y dormir en casa. Pero ese día no iba a resolver nada. Estaba metida hasta el fon-do en una historia de amor contrariado, que había sucedido a des-tiempo y andaba frágil, llorosa, rara. Y había descubierto que el tren era un lugar ideal para dar rienda suelta a la llantina, con las gafas de sol puestas y mirando el paisaje que corría tras la ventana, escuchando música tristísima, música de desgarro, de partirte el corazón más aún... Días antes había vuelto todo el desamor a modo de latigazo y yo había decidido esa mañana, que sabía que iba a ser de zozobra, no ponerme rímel, ni maquillaje, para evitar acabar con la cara como un mapache, y llorar y llorar. Fue subir al tren y disponerme al melodrama, pero, al poco de sentarme, a la chica que viajaba en un asiento cercano le sonó el teléfono. Respondió, pronunció con un sollozo el nombre de la que deduje que era una amiga querida y se arrancó a compartir en voz baja sus penas de amor. No paró de llorar durante la hora y media larga que duró nuestro viaje. Era un llanto contenido, que yo reco-nocía del todo, que sofocaba de vez en cuando con la mano en la boca. La veía de refilón a través del cristal de la ventanilla. Estuvo hablando largo rato, a trompicones, como sucede en el AVE. Cada vez que se cortaba, miraba por la ventana y seguía llorando. No podía dejar de escucharla. Se explicaba tan bien, era tan universal, tan mío lo que contaba... Era una de esas historias en las que el corazón lo tienes quebrado porque te has enamorado cuando no tocaba, cuando no estabas dispo-nible, cuando tenías otra pareja. Sabía bien a qué se refería. Su histo-ria era la de tantas, la de tantos pasajeros que van y vienen de encuen-tros y de despedidas. Sentí una empatía infinita por ella. El tipo por el que se había vuelto loca de amor se llamaba Miguel. Su amiga no la dejó desasistida ni un instante. En el fondo era una chica afortunada, capaz de sentir así, de verbalizarlo, de tener a alguien a quien contarle la pena que la asolaba. Quise sentarme a su lado y consolarla, pero no me atreví. De haberlo hecho le podría haber contado mi propia histo-ria. Que su Miguel se llamaba Álex. Le habría mostrado los versos que escribí para él durante un larguísimo viaje en tren, meses atrás, hacia un congreso literario, durante el que me puse todas las canciones que encontré para dinamitar el corazón. Compuse el poema aprovechan-do que podía llorar sin tregua mientras escribía, escuchando sin parar Complainte de la butte, de Rufus Wainwrigh. Al llegar a Madrid y bajar del vagón, nos miramos de soslayo y creo que nos lanzamos una sonrisa triste. A la salida la estaba esperando un tipo que la abrazó con entusiasmo. Supe que no era Miguel.