BESOS DESDE EL TREN Por Inma Chacón EL RELATO Inma Chacón (Zafra, 1954) es una narradora y poeta española. Finalista al Premio Planeta con Tiempo de arena (2011), el pasado año publicó Los silencios de Hugo (Contraluz). Seguir leyendo (A Augusto Monterroso) Cuando despertó, el tren aún continuaba allí. La loco-motora había comenzado a expulsar su columna de humo blanco, que el viento se empeñaba en inclinar para obligarla a discurrir en paralelo a la larga fila de vagones del convoy, como en sus dibujos infantiles. Le había despertado el piti-do inconfundible del silbato, un toque sostenido que indi-caba el final de la parada, idéntico a los que él había escu-chado embelesado desde niño, cuando su padre se subía de un salto al pescante del vagón de cola, con la bandera verde enrollada en su palo y el tren ya en movimiento. La manecilla grande del reloj de la iglesia acababa de caer sobre el número nueve y las campanas estaban dando los cuar-tos para llamar a la misa de ocho. A esa hora, ya debían de haber encontrado su cama vacía y estarían a punto de salir en su búsqueda, si no habían salido ya. El sol estaba tan alto que cualquiera diría que habían dado las cinco de la tarde. Ni una sola nube en el cielo. Ni una sombra de bruma o de rocío. Ni una brizna de aire. Ni un respiro a la noche de infierno que había vivido la aldea, inmersa en una ola de calor que se estaba alargando como nunca. Desde que los más ancianos tenían recuerdos, no se habían alcanzado temperaturas tan altas ni se habían mante-nido tantos días seguidos, uno tras otro y en aumento, como una condena sin fin. El andén se encontraba completamente desierto. Nada se movía en la estación, ni las copas de los árboles, ni las sala-mandras de las paredes, ni la chapa que anunciaba la canti-na, colgada de unas cadenas desde donde solía bambolearse al menor signo de viento. Tampoco él se movía. Se había levantado del banco de piedra donde se quedó dormido mientras esperaba la llegada del tren. Había cogido su maleta del suelo y se había coloca-do frente a la locomotora, como si ella tuviera que infundirle el último impulso de su huida. El maquinista volvió a tocar el silbato, lo miró directamen-te a los ojos y le hizo un gesto para que se apresurase. Y él le devolvió la mirada suplicándole un segundo más. Sólo uno. ¡Uno! Pero el tren ya había iniciado la marcha. Desde la ventanilla de un vagón de primera, con la cara prácticamente tapada por un pañuelo, una mujer se había llevado la mano a la boca y le había lanzado un beso. Él lo recogió en el aire, cerró la mano y la apretó contra su pecho. Después devolvió la maleta al suelo, miró a la mujer con los ojos humedecidos y le pidió también a ella un segun-do más. Uno solo. Porque aún podía saltar al pescante del vagón de cola, como hacía su padre, y lanzarse a la vida que le llevaba esperando desde no sabía cuánto tiempo. Apurar el segundo de más, vencer la parálisis y recorrer el tren en dirección al vagón de primera. Pero los pies se le habían clavado en el andén. Como fósiles adheridos a la roca, enraizados a la tierra como una cadena perpetua. Ella le siguió con la mirada y volvió a lanzarle un beso, como tantas veces, que él recogió y se llevó al corazón.