La ‘kora’ ya no suena en Bamako Por Amelia Castilla EL RELATO Amelia Castilla es periodista. Ha desarrollado su carrera en El País, donde ha dirigido Babelia y ha sido redactora jefe de El País Semanal. Acaba de publicar Mis entierros de gente importante (Demipage, 2022). Seguir leyendo © Daniel Mordzinsky El avión emprendió la maniobra de aterrizaje y un campo de mangos asomó tras la ventanilla. Cada estación o aeropuerto desprende un olor particular, una mezcla entre el perfume de los viajeros y la esencia de la ciudad a la que pertenecen. El aeropuerto de Bamako (Mali) emanaba un aroma agrio que se tornó más evidente cuando pisé la calle y un golpe de calor me devolvió toda la hidratación que llevaba en el cuer-po. En paralelo a la carretera desvencijada, la gente corría en todas las direcciones, divisé puestos de fruta, almacenes de desguace y mujeres en cuclillas que cocinaban al aire libre, en fuegos improvisados con un puñado de leña. ¡Bienvenida al África occidental!, pensé al recuperar las maletas del por-taequipajes del taxi. El conductor lucía un bubú (una espe-cia de chilaba) y hacía gestos afirmativos con la cabeza que interpreté, siempre tan partidaria del género humano, como de bienvenida. Se llevó una buena propina. Lucy, una musicóloga amiga, iba por el tercer whisky. Dos cosas, me dijo al verme entrar en el bar del hotel: olvídate del pantalón corto, aquí las mujeres no enseñan las pier-nas y déjate de repartir propinas que corrompes al pueblo. Esa noche, cenamos en un oscuro cabaret, amenizado por una orquesta que cantaba boleros en español, aprendidos en Cuba y cuyo significado desconocían. Allí celebré mi cuaren-ta cumpleaños, no hubo tarta ni velas que soplar. En el país de los griots, los juglares de África, cuyos sonidos había pues-to en boga la denominada World Music, la música en direc-to sonaba cada noche en diferentes antros. Ya brillaban con luz propia artistas como Kasse Madi, Oumú Sangaré, Rokia Taoré y Salif Keita y las discográficas (inglesas o francesas) editaban sus discos allí o movían a sus estrellas hasta la capi-tal maliense para grabar discos que emitieran esos sonidos. Björ acababa de partir para el aeropuerto, nos contaron en el siguiente local que visitamos esa noche. Se llamaba Hogom y lucía sombrillas de paja. En el escenario, Toumani Diabaté toca-ba la kora, una mezcla de arpa y laúd de 23 cuerdas. Allí a la luz de la luna, diría que las estrellas titilaban cercanas como nunca las había divisado. Expendían buena cerveza local y cubalibres con hielo de agua mineral, según recitaban camareros adiestra-dos para atender a occidentales sedientos. Algunos nativos bai-laban a saltos, como solo los africanos saben interpretar el ritmo. Al día siguiente partimos para Mopti, atravesamos parajes de tierra roja, salpicados de baobabs y karités, visitamos aldeas que parecían calcos de una postal descolorida, con sus caba-ñas de barro y niñas acarreando cántaros de agua. A veces, en medio de un vertedero escasamente iluminado, emergían niños que gritaban tubabus, aterrados al divisar hombres blan-cos. Cruzamos el Níger en un catamarán donde no cabía un alfiler y aterrizamos de noche en la ciudad santa de Djenné. El hotel anuló nuestra reserva cuando un grupo de franceses exhibió un manojo de marcos. Dormimos bajo las estrellas; al despertar compré la calavera de un mono disecado en un mer-cado callejero, el alcantarillado fluía pestilente a cielo abierto y lloré a las puertas de la gran mezquita de barro: “no femme”. De vuelta a Madrid, me deslumbró la luz de la ciudad, engalanada con bombillas de colores para celebrar la Navidad. Al poco estalló un golpe de estado en Malí. Los fundamenta-listas islámicos prohibieron la música, el fútbol y el alcohol. Hogom, el cabaret donde sonaba la kora de Toumani Diabaté, se vendió ante “las quejas de los vecinos”. Y en su lugar se levantó una mezquita, desde la que se escucha la voz del mue-cín.