Eva Cruz. Autora de Veinte años de Sol (AdN) Por qué la desaparición de la Pagoda es peor que la desaparición de mi casa Me crie en un espacio que ya no existe. Eran dos pisos unidos por el ombligo, o por la columna vertebral, que se desplegaba en una sime-tría casi perfecta a ambos lados de un doble salón central. A un lado de la entrada, tan amplia que parecía que alguien se acababa de lle-var los muebles, un pasillo que se abría a cocina, comedor, cuarto de servicio. Al otro, su pasillo gemelo, que daba a esas mismas estancias pero convertidas en dormitorios o estudios. Cuando nos mudamos a aquel piso ya estaba así, no lo inventamos nosotros: cuartos abiertos, destartalados, muy amplios, y espacios vacíos que parecían no servir para nada. Pero yo les encontraba usos: hablar por teléfono, tumbar-me en el suelo a mirar enciclopedias, practicar coreografías sin mover un solo mueble, probarme la ropa de mi madre y mirarme de espaldas mediante un astuto juego de espejos enfrentados. En ese piso, construido en los años cuarenta, una familia había cria-do seis hijos. En el silencio y la soledad de mi propia infancia, yo imagi-naba esa casa llena de gente, casi podía oírlos susurrar. Me daba envi-dia el jolgorio que imaginaba en esas vidas apretadas. Casi veinte años después de instalarnos, hicimos una pequeña reforma y encontramos, al fondo de un viejo armario, un sobre con una carta y algunas fotos con los bordes dentados: elegantes jóvenes jugando al tenis. La carta estaba escrita en inglés y tal vez nunca fuera enviada. Contaba que en la guerra habían tenido suerte, que esperaban poder viajar a Londres, que les echaban de menos. Di con una descendiente de aquella familia y le entregué la carta y las fotos, pero me reprocho todavía no haber-me guardado una copia, para alimentar mi imaginación. Cuando vendimos la casa la partieron en dos: era más rentable. ¿Quién quiere espacios que no sirven para nada, con el precio al que tenemos el metro cuadrado? Ahora son dos pisos que se dan la espal-da, a los que no se accede ya desde el centro, sino desde cada uno de sus extremos. Mi pequeña melancolía, la extrañeza de que mi casa ya no exista, no es más que un desborde sentimental privado, sin con-secuencias civiles. En cambio, la destrucción de tantos otros edificios singulares, de nuestros espacios comunes, sí las tiene. Sabemos que el tiempo pasa y se come las cosas, y que, de nosotros, al cabo de los años, no permanecerá nada y lo que quede será bueno si es pasto de las llamas o de otra vida terrestre, y malo si ni siquiera sirve para eso, sino que solo ensucia. Pero dentro del tiempo humano, de nuestra me-moria, mostrar esta falta de respeto por los espacios que nos constru-yen es muy poco edificante. Antes de escribir este texto he comprobado el significado de la pa-labra edificante: que sirve de ejemplo para actuar bien o incita a la vir-tud. Un edificio como la Pagoda era belleza humana, ingenio, diversión, capricho, luz. Era edificante. La ciudad, ahora, parece que solo contie-ne espacios que alquilar y lugares donde gastar dinero. Se deshace de sus puntos de asombro y libertad. Se deshace. FIRMA INVITADA