La pandemia ha hecho que pasemos en casa más tiempo que nunca. Algunas personas han reorganizado su hogar y otras han reorganizado su vida. Una reflexión sobre las nuevas rutinas y esos sueños que han ampliado nuestros horizontes. Nuevos deseos Texto VERENA RICHTER Imágenes BLUSH DESIGN SEGUIR LEYENDO IMAGINE ENSAYO Al principio pensábamos: “Aguanta, son solo unas cuantas semanas de confinamiento, se pasará pronto. Una pequeña pausa y todo vol-verá a la normalidad”. Pero lo que al principio iban a ser unos días trabajando desde casa, se volvió enseguida algo mucho más permanen-te… en todos los sentidos. Cambiamos la silla que habíamos escogido provisionalmente para encorvarnos frente al ordenador por un mo-delo más ergonómico, convertimos la habita-ción de invitados en un despacho, sustituimos la vieja cafetera eléctrica por una máquina de espresso y el blanco nuclear de las paredes se tiñó de tonos pastel. Nuestro pequeño mundo debía ser, al menos, lo más perfecto posible. En los primeros días de la pandemia intentába-mos encontrar meras formas de pasar el rato, pero después empezamos a utilizar el tiempo que habíamos recuperado de otra manera. Nos metimos en reformas, pintamos acuarelas, pre-paramos bizcochos, leímos todos los libros que nos habían regalado a lo largo de los años... La cultura doméstica llegó a nuestras vidas. Las ventanas abiertas dejaron de ser un símbolo del gran mundo que nos aguardaba para con-vertirse en otro síntoma de la pandemia: se ne-cesitaba ventilación para airear las habitacio-nes. Y es que, nuestra ventana hacia el mundo estaba en otra parte: en nuestros teléfonos y nuestros ordenadores. Gracias al mundo digital pudimos asistir a con-ciertos y exposiciones, a veces en lugares tan lejanos como Tokio o San Francisco; pudimos enseñar a nuestros padres los arreglos que ha-bíamos hecho en la cocina o los dientes que les faltaban a sus nietos. Pudimos charlar con otras personas (las conociéramos o no) sobre lenguaje inclusivo o sobre la mejor manera de podar las rosas. Dimos clases de bordado por Zoom o entrenamos con aquella profesora de yoga de Miami que conocimos hace tres años en un retiro en Marruecos… Las posibilidades eran infinitas. Al reparar en esto, también caímos en la cuen-ta de que, si teletrabajamos, no importa des-de dónde nos conectemos. Y así, una tendencia que ya estaba en crecimiento antes de la CO-VID empezó a ganar adeptos: el éxodo hacia el campo. Todo lo que hacía soportable vivir en los apartamentos diminutos, carísimos y sin bal-cones de las grandes ciudades (la amplia selec-ción de restaurantes, clubs, galerías y teatros) se desvaneció durante el confinamiento. Hoy, el sueño de tener lo mejor de ambos mundos brilla a todo color, y el deseo de los urbanitas que ansían más espacio y un mayor contacto con la naturaleza es ya un fenómeno global. Pero, ¿qué queda cuando te encierras cada vez más en tu propio territorio; cuando cada vez percibes el mundo exterior desde una distan-cia más grande, como a través de un panel de cristal; cuando tienes un sofá nuevo, pero no amigos que se sienten en él? La soledad. Al ini-cio de la pandemia, el encierro forzoso se re-veló como una grata interrupción de nuestro vertiginoso ritmo de vida, porque no nos ha-bíamos dado cuenta de lo vertiginoso que era hasta que se paró en seco. Empezamos a medi-tar, nos volvimos más conscientes de nuestras necesidades y de las de los demás. El viaje nos llevaba, más que nada, hacia nosotros mismos. Los que ya no querían estar solos dentro de casa podían encontrar a gente similar con la que compartir el silencio en habitaciones si-lenciosas digitales. Si vamos a estar solos, al menos estemos solos juntos. Y aquí estamos en nuestra casa recién reforma-da con jardín, familia, perrito, libros de cocina, piano, macramé o bordado. Y esperamos. Es-peramos a que todo vuelva a empezar. Porque, por muy bonita que sea nuestra vida ahora, se-guimos en un estado de suspensión. Y eso tam-bién tiene su parte buena, claro. Porque casi nunca hemos sido más conscientes de qué es lo verdaderamente importante y de qué significa la vida para nosotros. Si queremos ser verda-deramente felices, necesitamos gente a la que poder acercarnos. Gente con la que podamos reírnos, dejarnos llevar y bajar la guardia. De esta situación única, ha surgido un nuevo tipo de romanticismo. Algo que cada vez desea-mos con más fuerza es no limitarnos a obser-var la vida, sino sentirla: la sombra de los árbo-les, la brisa templada del río, las olas del mar. Y también sentir la cercanía de la gente, estar en contacto, dejar que nos inspiren. Durante todo este tiempo, hasta la región más cercana a la nuestra nos ha parecido tan inalcanzable como Costa Rica. Quizá incluso más. Porque en Cen-troamérica los hoteles permanecían abiertos, mientras aquí estábamos confinados. El mun-do ha dado un vuelco, se está reevaluando; lo cercano parece distante y, por tanto, se vuelve más atractivo. En esta inmensidad, descubri-mos las cosas pequeñas. Al no haber turismo de masas, los canales de Venecia están limpios, las barreras de coral de Tailandia, intactas, y hay muchos más peces. Y aunque en el momento en que se publique este artículo el mundo haya vuelto a abrir sus puertas, las tendencias surgidas durante la pandemia han llegado para quedarse. Hemos pasado tanto tiempo acostumbrándonos a esta nueva vida y nos hemos adaptado tan bien a ella en los últimos meses que este mundo que se nos vino encima al principio puede conver-tirse en nuestro hogar durante mucho tiempo. De hecho, no es una mala perspectiva, porque hemos descubierto lo bien que nos sienta es-cucharnos a nosotros mismos y, por encima de todo, preocuparnos de nuestro bienestar y del de nuestra familia y nuestros amigos más cer-canos.