+alto_ cádiz E En la orilla hay viejas maderas desgastadas por las olas. Más allá, la arena se traga con paciencia un viejo búnker equilibrista. Entre los arbustos hay rocas ocultas bajo un manto de musgo y largas planicies cubiertas de sal. Los fenicios ya la utilizaron para curar alimentos cuando encontraron, hace 3.000 años, este paraíso. Lo hicieron guiados por el oráculo, y quizás, enamorados de su luz, decidieron fundar aquí Gadir. Hoy, el parque natural Bahía de Cádiz ha heredado su sabiduría, también la de civilizaciones pos-teriores que aprovecharon este espacio natural para la acuicultura. Este territorio es ejemplo de cómo el ser humano puede fundirse con la naturaleza para generar algo mejor. Esa es su mayor singularidad: la mano del hombre como impul-sora de vida. “Gran parte del valor de este espacio se debe a esa transformación y a la forma tradicional de cohabitar con la vida salvaje”, subraya Javier Benavente, presidente de la junta rectora del enclave, que se extiende a lo largo de 10.500 hectáreas entre los municipios de San Fernando, Chiclana de la Frontera, Puerto Real, Puerto de Santa María y Cádiz. Su corazón está compuesto por marismas, playas, pinares, caños y dunas. Mosaico de paisa-jes naturales moldeados durante milenos por el agua y el viento, perfeccionados más tarde por el ser humano. Difícil encontrar un mejor ejemplo de su capacidad para dominar el Mare Nostrum de manera artesanal. El mayor humedal marino de Europa El manejo del agua, a través de caños y compuertas para generar diversos niveles de inundación al ritmo de las mareas, ha servido durante siglos para la producción de sal y pescado, pero también para atraer una amplia y rica biodiversidad. El mayor humedal marino de Europa conforma un ecosistema tan singular como frá-gil en el que llegan a vivir más de 50.000 aves de 150 especies. Algunas son residentes y la mayoría migratorias. Muchas proce-den del Parque Nacional de Doñana, a poco más de 60 kilóme-tros en línea recta, distancia que salvan con facilidad en un viaje fundamental: la bahía gaditana es clave en su alimentación. Por eso, toparse con la elegante figura de plumas blancas, cresta, cue-llo dorado y pico negro alargado de la espátula no es casualidad. Tampoco con ejemplares de cigüeña negra, chorlitejo patinegro —en peligro de extinción— o las frecuentes bandadas de flamencos que visitan la zona. Desde el aire vigila el águila pescadora, que ha encontrado entre los arbustos a ras de tierra un rincón fiable en el que instalar sus nidos. “Las aves parecen que tienen walkie talkie. Se enteran siempre dónde hay comida. Viene una y luego llegan muchas”, dice entre risas Antonio Jesús Rivero. Su familia, originaria de Puerto Real, es una de las que sigue aprovechando la transformación del parque natural. Lo hace con una actividad inolvidable: el despesque. El final de la cosecha de la sal en los esteros daba antiguamente paso a la pesca artesanal —con un arte denominada “chinchorro” y que asemeja a una pequeña almadraba— de las especies que en ellos criaban —y se crían—. Lubinas, lenguados, camarones o langosti-nos se pescaban el último día de recogida para asarlos y saborear-los. Es justo la experiencia que ofrece en la actualidad la familia de Antonio, con una propuesta que arranca con una ruta guiada por el entorno natural “para que la gente entienda lo que observa y tiene alrededor” y se completa con la captura del pescado. Luego se sirve en tejas tras asarla sobre rescoldos de salicornia, planta aquí popu-larmente conocida como sapina. Un paseo por la Punta del Boquerón Para extraer aún más el sabor de este parque existe una red de senderos señalizados. Al norte, hay se puede recorrer —a pie o en bici— el entorno de la Isla del Trocadero, donde quedan algunos restos históricos, como el fuerte que tomaron las tropas france-sas a comienzos del siglo XIX. En ella ocurrió la batalla que lleva su nombre, denominación que también sirvió más tarde para la plaza de París. Al sur destaca la ruta que pasea por la Punta del Boquerón, monumento natural a tres kilómetros de una ruta que arranca en la playa del Camposoto. Paralela a la costa, avanza entre lagunas, viejos búnkeres y dunas. En su recorrido, un mirador rega-la vistas al castillo de Sancti Petri, levantado sobre un antiguo san-tuario en honor al dios Melkart y que recuerda los orígenes feni-cios de este paisaje domado. © Ryōta Manabe / 500px/Getty Images +alto_ cádiz En la Bahía de Cádiz se concentra una de las colonias de cría de charrancito común más importantes de Europa. Con su característico pico amarillo de punta negra, se alimentan de crustáceos y pequeños peces.