Una copla por Navidad Por Juanra López EL RELATO Juanra López es periodista experto en crónica social y colaborador en tertulias de televisión. Acaba de publicar su primera novela, El fantasma de Rock Hudson (Editorial MaLuma), que narra la vida de un adolescente atormentado por el temor a contagiarse del VIH. Seguir leyendo DigitalVision Vectors/Getty Images Su voz sonaba a cigarrillo y madrugada. Era ronca como un carajillo que quemaba la garganta y profunda como un precipicio. Hablaba por encima del silencio de los demás pasajeros, que la observaban atónitos sin atreverse a interrumpir su perorata. Su acompañante, un adolescente minúsculo y enjuto de cabellos anaranjados, busca-ba con inquietud algo en el bolso de la mujer, que le frenó con unas desafiantes uñas rojas y puntiagudas: “Juan, para quieto, que yo no necesito presentación. El revisor lo va a entender perfectamente”. Desde donde yo estaba sentado, solo podía intuir su perfil bron-ceado, una nariz retadora y unas pestañas tan largas que te podías columpiar en ellas. Estaba convencido de que era ella, pero nos separaban seis filas y el traqueteo del tren me impedía escuchar con claridad la conversación. Estiraba el cuello entre los asientos, pero lo más que alcanzaba a ver eran unos rizos negro azabache que se movían nerviosos y unos temblorosos pendientes de aro plateados. Quedaban dos horas de trayecto hasta Sevilla. Malo sería que no se levantara para ir al baño y pudiera cerciorarme de su identi-dad. La señora enlutada que iba sentada a mi lado me miró y me guiñó un ojo. Seguro que también estaba en lo cierto. Acariciaba las cuentas de un rosario de alabastro y movía los labios rezando para adentro. Parecía ensimismada, pero oteaba en la misma direc-ción, frunciendo el ceño. Sin darse cuenta, se le escapó: “No sabe ya qué hacer para llamar la atención”. “Espero que en el camerino me espere un ramo de rosas, si no Manolo y yo la vamos a tener”, me pareció oír entre el llanto de un bebé al que su madre intentaba calmar azorada y un grupo de niños que se arrancaron a cantar un villancico ante la mirada arro-bada de su maestra. Por un momento me olvidé de mí mismo y del propósito de mi viaje, un amor como el de una copla de Quintero, León y Quiroga, que podía redimirme o convertirme en un fugiti-vo. “Ella es muy fina en el escenario, pero a ver quién tiene mi tem-peramento. ¿Es o no es, Juan?”, le espetó la tonadillera al mucha-cho, que se limitaba a seguir sus órdenes. Sus voces me llegaban muy lejanas, se difuminaban como el diluido paisaje amarillento de Castilla que íbamos dejando atrás. Me pesaban los párpados y la voluntad. Había pasado la noche en vela y cuando me quise dar cuenta el cansancio perdió el pulso a la curiosidad. Al despertar habíamos llegado a Santa Justa y el vagón estaba casi vacío. En el andén me esperaba Manuela, con una sonrisa abierta al porvenir. Nos abrazamos y me dijo al oído: “No tenemos que escondernos. Mi marido lo sabe, ha hecho las maletas y se ha marchado de casa”. A lo lejos, un vestido de gasa azul con lunares blancos se ale-jaba entre la multitud, que se abría a su paso como las aguas del mar Rojo. Todos se hacían la misma pregunta: ¿Era o no era Lola? Manuela y yo nos escrutamos ansiosos, conocíamos esa y otras res-puestas, aunque en ese momento todo daba lo mismo, las estrellas éramos nosotros.