Jara y yo Por Ronaldo Menéndez EL RELATO Ronaldo Menéndez nació en La Habana (Cuba) en 1977 y está afincado en Madrid desde 2004. Licenciado en Historia del Arte, acaba de publicar la novela El proceso de Roberto Lanza (Editorial AdN). Seguir leyendo DigitalVision Vectors/Getty Images Debo a la conjunción de un espejo y de una fotografía mi conoci-miento de Jara. Llegué a la Maison des Écrivains de Saint-Nazaire un lunes de julio, cuando un aire caliente sale del Atlántico siguiendo el curso del Loira con una fuerza que no deja en paz los batientes sueltos. No fue hasta el día siguiente, después de desayunar tostadas y café con mi amigo el novelista Patrick Deville, que descubrí la fotografía. Alguien, probablemente un escritor residente de años anteriores, la había olvidado sobre uno de los anaqueles del despa-cho, cerca de un libro en francés de Kawabata y de unos disquetes flexibles de los que ya no se usan. Supe enseguida que en aquella foto estaban un brillo de ojos y la firme suavidad de una boca que me eran familiares. Caminé con la fotografía hasta el espejo alto e inclinado, me detuve sin mirarlo y luego levanté los ojos. Entonces me vi, y vi en mí la boca y los ojos de la muchacha de la fotografía. Durante el resto del día ensayé alternativas de verificación. En el salón siempre éramos dos en la misma imagen del espejo, luego lo fuimos en el del baño, en los enormes platos niquelados y en las cucharas cóncavas manchadas de café. A medida que iba buscán-dome en todas las superficies la imagen de Jara me iba poseyendo. No quise salir de la casa en los siguientes días y eludí el teléfo-no con los requerimientos de Patrick. Entonces me percaté de que desde el primer momento, sin razón alguna, había asumido que la muchacha de la fotografía se llamaba Jara. Al día siguiente, mientras Patrick se abismaba en su plato de caracoles para no asumir como algo molesto mi silencio esquivo, me atreví a preguntarle: —¿Notas algo raro en mi rostro? —Salvo por el hecho —me respondió— de que pensaba que tenías ganas de verme y contarme tu vida de los últimos dos años, y sin embargo te has estado escondiendo, eres el de siempre. Entonces coloqué la fotografía sobre la mesa y le pregunté, fin-giendo poco interés: —¿Quién es ella? —Jara, ella es Jara. ¿Dónde la encontraste? —En el despacho, en uno de los anaqueles. Tomó la foto con sus únicos dedos limpios. —No lo entiendo, pensé que todas sus fotos habían desapareci-do. —Luego continuó hablando con la mirada fija en algún punto sobre mi cabeza—: Jara era la novia de Serge…, Serge Ramírez, un escritor uruguayo que estuvo becado por la Maison hace dos años. Eso, el tío que intentó suicidarse en la bañera y no lo consiguió, y cuando los médicos lo interrogaron se puso a decir que aquella chica de las fotos se había convertido en su reflejo. ¿Me entiendes? No, seguro que no, es algo incomprensible. Es una historia rara y desquiciada. Serge no regresó a la Maison, después nos enteramos que se había mudado a una isla al sur de Brasil a vivir como un asceta en una tienda. Yo tampoco regresé a la Maison. Esa misma tarde tomé un tren a París, pero eso no cambió las cosas. Cada vez que veía mi rostro en el vidrio incesante de las tiendas, ahí estaban los ojos de Jara, al acecho.