ANÁLIsIS Por Juan Ramón Lucas EL RELATO El periodista, con larga trayectoria en radio y televisión, acaba de publicar Agua de luna (Espasa), la historia de Greta, una aspirante a actriz que guarda un terrible secreto. Seguir leyendo El niño de mirada perdida permanece inmóvil en medio del estruendoso hormigueo humano que desencadena la llega-da del tren. Voces, llamadas, alguien que alza la mano hacia el fondo del andén con el rostro luminoso de los encuentros felices; humo, un silbato, el silencio recuperado cuando el tren reanuda su viaje. Todo ha pasado junto al niño de mirada perdida, o sobre él. Como si no estuviera allí o fuera parte del mobiliario de la estación. Él sigue clavado en el centro de la plataforma y se diría que abre y cierra los ojos como para conjurar un mal pensamiento. De nuevo el silencio. Nadie en el andén. Ni un tren lejano, ni una hoja al viento, ni el vibrante sonido del jolgorio de los pájaros. Al fondo del andén desierto se abre una puerta de cris-tal y entra en la escena silenciosa una dama de rostro her-moso y ademanes serenos. Su taconeo leve rompe la quie-tud y devuelve a la estación algo de vida, pero el niño no se mueve. Ella camina hacia él. Se detiene a poca distancia y durante unos instantes lo contempla inexpresiva. Abre la boca para tomar aire como si fuera a hablar, pero detiene el gesto. Despacio, avanza hasta que se sitúa frente a él, que ha cerrado los ojos. Bajo el izquierdo, un surco de lágrima ha dejado una huella sutil que se pierde sobre el labio. Es él, sí. Decide mantenerse así, contemplándole, a la espera de no se sabe qué gesto del niño, que parece no haberse dado cuenta aún de su presencia. Es él, sí, pero ha cambiado. No diría que se ha hecho mayor, pero esta más alto y en su rostro encuentra menos luz que cuando se fue. Serán los ojos cerrados, o serán los años de ausencia. Todo envejece, todo cambia. La mujer se sube las solapas del abrigo en un gesto auto-mático cuando una ráfaga de viento atraviesa la estación. Hace frío, pero ella no lo siente. Hiere más la culpa inespera-da. En realidad, se abriga para conjurarla. El silencio ha vuelto a ser helado y sólido. De repente, el niño abre los ojos como si estuviera salien-do de una pesadilla. Siente dolor ante la presencia de la mujer, aunque sus miradas se entrecruzan carentes de emo-ción, inexpresivas. Se cuelga ella de su rostro mientras él aprieta su puño izquierdo como si quisiera aferrarse a su maletita. –¿Es usted? –pregunta. Ella afirma con la cabeza mientras le tiende una mano que él no toma. La mira receloso y ella siente que un poderoso tizón encendido comienza a licuar sus entrañas. Le nubla el ánimo una llama como de adioses definitivos, cuando ella quiere que sea exactamente lo contrario, el encuentro para siempre. No sabe el tiempo que ha pasado y apenas tiene noticias fragmentarias de lo que ha sido de él durante estos años, pero desea con toda su alma que no vuelva a írsele nun-ca más. Que nunca más lo deje marchar como hizo entonces. Comienza de nuevo la estación a bullir anunciando la inminencia de otra llegada. Porque aquí los trenes vienen siempre de algún sitio y salen de nuevo, nunca parten de aquí ni se detienen más que para cargar y descargar. –No quiero volver a irme. –No lo harás. El niño suelta la maleta y abraza a la mujer de rostro her-moso y ademanes serenos que rompe a llorar ante la mira-da curiosa y fría de algunas de las personas que empiezan a poblar el andén. –Pensé que no vendrías, madre. –Siempre he estado contigo. Una voz lejana irrumpe en la escena. –Hemos terminado por hoy. El hombre de pelo cano que tiene la misma expresión en el mismo rostro del niño de la estación se incorpora del diván, dolorida el alma como él. Es él mismo, muchos años después, evocando en su terapia aquel abandono. –Solo este viaje hacia dentro sanará la herida –dice el ana-lista. Afirma él con un gesto, y piensa si no es todo un constante viaje, un recorrido nunca lineal por los rincones del presente y la memoria.