lugares y gentes Renacido de entre los escombros gracias a una legión de voluntarios, el monasterio de Santa María de Rioseco le ha devuelto la esperanza a un valle perdido de Las Merindades de Burgos. Además de acoger talleres y conciertos, ya lo visitan al año unas 50.000 personas. Renacido de entre los escombros gracias a una legión de voluntarios, el monasterio de Santa María de Rioseco le ha devuelto la esperanza a un valle perdido de Las Merindades de Burgos. Además de acoger talleres y conciertos, ya lo visitan al año unas 50.000 personas. Texto: Elena del Amo Texto: Elena del Amo / Fotos: Archivo Fundación Monasterio Santa María de Rioseco El milagro de Rioseco Cuando destinaron a Juanmi Gutiérrez al valle de Manzanedo, este joven párroco y exprofesor de Filosofía, aun siendo burgalés, tuvo que echar mano de Google para localizar este rincón de Las Merindades, cuyos 16 pueblos no suman entre todos ni 140 almas. Al recalar por primera vez por Santa María de Rioseco, la pila de escombros era más alta que él. Sin imaginar que este monasterio devorado por las zarzas volvería a convertirse en el orgullo de la zona, convenció a algunos vecinos para desbrozar la maleza e ir recolocando las piedras que podían mover a mano. Aquella iniciativa, hace ahora 15 años, fue el germen del colectivo Salvemos Rioseco, hoy una fundación que, con alguna subvención aquí y mucho micromecenazgo y voluntariado allá, ha logrado rescatar la memoria del valle. “Nos movió la certeza de que éramos pocos, la mayoría ya mayores, y que cuando desapareciéramos, todo esto desaparecería también si no lo evitábamos”, sostiene al recordar cómo propios y extraños se volcaron en el renacer como centro cultural de este cenobio cisterciense aupado sobre el Ebro. La pujanza en la Edad Media de estas geografías al norte de Burgos se deja intuir por la densidad de castillos y casonas nobles en localidades próximas como Frías, Oña, Medina de Pomar, Espinosa de los Monteros o Villarcayo. Entonces, todo cuanto llegaba a los puertos del Cantábrico pasaba por estas boscosas serranías, hoy demoledoramente despobladas, de camino a la meseta castellana. Cerca de la calzada, que aún recuerda la entonces conocida como Ruta de la Lana o Camino del Pescado, los monjes del Císter levantaron a principios del siglo XIII Santa María de Rioseco. Decididos a romper con los lujos de la Iglesia, aquellos revolucionarios dignificaron el trabajo manual, conjugando en primera persona el ora, pero también labora. Con sus conocimientos técnicos canalizaron las aguas e ingeniaron batanes y molinos, reorganizaron la agricultura cultivando trigo, viña y lino, introdujeron los frutales y sus granjas alcanzaron una cabaña de más de 2.000 ovejas. Aunque la hegemonía cisterciense fue decayendo por toda Europa con el auge de las ciudades y de órdenes más urbanas, como franciscanos y dominicos, estos llamados monjes blancos resistieron por este valle cada vez más dejado de la mano de Dios hasta que las desamortizaciones del XIX los obligaron a marcharse. Su partida, amén de la desaparición del pueblo de Rioseco, supuso el expolio del monasterio. El éxodo rural que se ensaña con Las Merindades se encargó de rematar la faena dejando que se lo tragara el olvido. Contra todo pronóstico, esta venerable ruina vuelve a ser el motor económico del valle. La fuerza de la unión Si bien el pequeño ejército reunido por el párroco había adecentado tajadas de la iglesia, la sala capitular o el claustro, para frenar tanto deterioro hacía falta poco menos que un milagro. ¡Y se dieron a pares! Porque, justo el día que lograban reconducir el agua hasta el monasterio, cayó de casualidad por allí el arquitecto Félix Escribano, quien se prestó a hacer los planos para una rehabilitación más ambiciosa. Algo parecido sucedió con la arqueóloga Silvia Pascual, hoy directora de las excavaciones en marcha. O con el televisivo Jesús Calleja, patrocinador del jardín renacentista replantado hace poco ante el antiguo palacio y la torre del Abad. Entre unos y otros fueron poniendo el valle de Manzanedo en el mapa, y a mucha gente corriente manos a la obra. Desde que se consolidaron las ruinas y deambular por ellas dejó de ser un peligro, han celebrado desde exposiciones y presentaciones de libros hasta conciertos líricos o de jazz; talleres, como el del escultor Miguel Sobrino para aprender a trabajar la piedra igual que en la Edad Media, o los cursos donde la historiadora Esther López Sobrado enseña a mirar el arte. Unos jubilados ayudan tanto a gestionar las entradas como la tiendita donde, entre recuerdos que contribuyen a financiar el par de puestos de trabajo que ha logrado el monasterio, y a adquirir la cerveza de estilo cisterciense que una empresa artesana les embotella con su nombre. Otros voluntarios se ocupan de las rutas guiadas, en las que participan unos 5.000 visitantes de junio a octubre, aunque superan los 40.000 los que entran cada año por libre en cualquier época para alegría de los alojamientos rurales de los alrededores muy necesitados de clientes. Mientras un cantero retirado se ofreció a iniciar a los jóvenes en este oficio en vías de extinción, las abuelas de las aldeas les preparan la comida a quienes, imbuidos por el espíritu de Rioseco, colaboran en su restauración durante la Semana de Voluntariado que acogen cada verano desde 2011. Aquel año se recuperó el interior de la iglesia y parte del muro exterior que rodea el monasterio. El año 2015 fue aún más decisivo. No solo acometieron la primera cata arqueológica en el claustro de la hospedería y consiguieron traer la luz, sino que presentaron ante la Administración el Plan Director de rehabilitación, la Fiesta del Voluntariado vio las primeras actuaciones musicales y se impartieron las primeras Jornadas de Rioseco en los Cursos de Verano de la Universidad de Burgos. Luego firmarían también acuerdos con la Facultad de Arquitectura de Valladolid y la Politécnica de Madrid, y en 2022 les llegó el Premio Hispania Nostra en la categoría Conservación del patrimonio como factor de desarrollo económico y social. Pero, para Juanmi Gutiérrez, el verdadero premio es “comprobar día tras día cómo la unión de la gente, incluso en esquinas tan despobladas, puede hacer posible lo que parecía imposible”.