Destino: origen Por Laura Azcona EL RELATO Laura Azcona es periodista, consultora de negocio digital y profesora en la Universidad de Navarra. Autora de El pacto de las colonias (Editorial Plaza y Janés). Seguir leyendo DigitalVision Vectors/Getty Images Apenas faltaban cinco minutos para partir y ya estaba sufriendo por el tiempo que aún no se había consumido, por los segundos que todavía no habían empezado a extinguirse. Aquel momento del día era mi guarida, mi momento de reflexión, de silencio, de paz interna. Por eso trataba de paladear con exquisita propiocepción el descanso que tenía por delante. Algo más de media hora de regocijo a cuenta de no hacer absoluta-mente nada. No quería hablar, no quería comer. Solo disponer de tiempo a placer, por el propio gusto de poseerlo. Bandeja plegada, reposapiés ajustado y asiento reclinado. Ya podía seguir tronando ahí fuera que, cuando el tren inició la marcha, me sentía el rey del mundo. Un monarca acunado por un séquito de rieles y durmientes que mecían el vagón como un enorme moisés. Aquella sensación duró más bien poco. Apenas unos minutos después de dejar la estación atrás, una pasajera despistada aterrizó en mi asiento. Se disculpó por su tar-día llegada, por hacerme mover mis cosas, por asestarme un golpe en la cabeza con la mochila. Yo se lo perdoné todo. Cómo no hacerlo, si llevaba observándola desde mucho tiempo atrás. Había perdido la cuenta de la cantidad de días que había posado mi vista en ella. Otra viajera habitual. Pasó de ser una cara familiar a convertirse en una imagen de refe-rencia, una reconfortante sensación de hogar en un habitáculo lle-no de desconocidos. Éramos preamigos, desconocidos abocados a conocerse, a encontrarse. A hablar por primera vez. Y parecía que aquel iba a ser el momento elegido. Se llamaba Marina. La casualidad quiso que se dirigiera a la costa, haciendo honor a su propio nombre y al lugar que la vio nacer. Durante el recorrido charlamos de todo y de nada, del tiem-po, de la comida, de los olores y de todo aquello que entra por los cinco sentidos. Coincidimos en opiniones, discrepamos en bana-lidades. No hubo descanso para el silencio, no sentimos la necesi-dad de recurrir a excusas ni comodines como levantarse al baño o hacer una llamada. El tiempo galopaba esta vez sobre las vías, más rápido que la propia locomotora. Habían pasado más de tres horas cuando por fin llegamos al destino. Sin embargo, sentíamos que aquello no era el final, sino el principio. El principio de todo, de algo. Nos despedimos en el andén musitando un “adiós” que nos parecía de lo más inadecuado. Nos quedamos un segundo calla-dos. No hubo intercambio de besos, ni de números, ni de señales. Luego ella se giró y yo me quedé allí durante un minuto más, cega-do por la belleza de lo inesperado, por lo que suponía aquel trayec-to. Ya no llovía, ni me sentía cansado. Abandoné el andén con pasos lentos, arrastrados. No tenía muy claro en qué ciudad esta-ba, ni siquiera me importaba en qué provincia. Mientras me dirigía a la taquilla de la estación de aquel pueblo sin nombre, saqué mi teléfono del bolsillo y tecleé un mensaje rápido y aséptico, como cuando aplicas una cura en las heridas superficiales. “He perdido mi tren, pero voy a coger otro. Espero llegar pronto a casa”. Pero lo cierto es que ya nunca volví allí, ni a un lugar remota-mente parecido.