UN SUEÑO Y UN DESPERTAR Por Federico Puigdevall EL RELATO Federico Puigdevall es autor del poemario De mitos y dilemas (Huerga y Fierro, 2021) y la novela El señor de las piedras: El último viaje del inmortal desterrado (Amazon, 2023). Seguir leyendo © Getty Images Subió al vagón, se acomodó en el asiento y cerró los ojos. De inme-diato volvió a sentir su cercanía, la calidez de su aliento, su podero-sa presencia. Soñaba. Y como entonces, tantos años atrás, aquella figura paterna seguía teniendo el halo de lo misterioso, de lo fan-tástico, de lo inalcanzable. Siempre había sido así, y así lo había advertido siempre su temprana sensibilidad. Hacía décadas que había dejado de ser un niño, pero ahora, dormido, se veía a sí mis-mo como tal y oía de nuevo en su interior las palabras que su padre había pronunciado durante el viaje que hicieran en aquel oscilante tren expreso. Volvió a escuchar su voz grave y a percibir con clari-dad el tono pausado de sus expresiones, que siempre acompaña-ba con lentos movimientos de sus manos, en las que de continuo humeaba un cigarrillo rubio sin filtro. Y él, con doce años, preguntaba. Una y otra vez preguntaba, y una y otra vez obtenía una respuesta, una opinión, un dictamen. Palabras rectas, precisas, sabias palabras. Palabras que generaban más y más palabras. Sentencias que eran mucho más que un estí-mulo, que provocaban que en su interior se encendieran nuevas e insospechadas luces, se estimulara su inteligencia y se abrieran las puertas de su entendimiento. Notó cómo prendían las ideas en su mente, cómo se hacía comprensible lo que hasta entonces había sido una incógnita, cómo se generaban nuevas perspectivas, cómo su mirada, en el angosto compartimento de aquel tren, se hacía más y más ancha, más y más profunda. Y no hubo para él sensa-ción más gozosa que aquella comunión del pensamiento, aquella comunicación perfecta que se sostenía sobre dos poderosos pila-res: el amor y la confianza. Tras el cristal, el mundo avanzaba. Pasaba deprisa, crecía, se agigantaba, pero su mirada no se perdía, como otras veces, en el vertiginoso y fugaz paisaje del exterior. Ese mundo extraño e ina-barcable, que hasta entonces había sido para él algo lejano, comen-zaba a tomar una nueva forma. Se vio a sí mismo, feliz, atendiendo solamente a aquel rostro, a aquellas manos, a aquellas palabras. Y en su sueño tampoco el lugar donde se hallaba era tangible. Aquel espacio había perdido sus perfiles para convertirse en algo seme-jante a una ingrávida nube. Una nube pintada de marrón y verde oscuro, como la foresta que atravesaban, un bosque que prolonga-ba sus brazos hasta rozar el metálico armazón en el que viajaban. Le despertaron la progresiva reducción de la velocidad y la agra-dable voz de uno de los asistentes de viaje: “Estamos llegando a nuestro destino, señor”. Sonrió y esperó, complacido, a que el convoy de alta velocidad se detuviera por completo. En cuanto pisó el andén, un niño corrió hacia él. –¡Papá! Se agachó, hasta igualar su altura, para recibir su abrazo. –Te quiero, hijo mío –susurró a su oído. Entraron en la casa tomados de la mano. –Ven, hijo. No todos los días se cumplen doce años. Siéntate junto a mí y te contaré cómo un lejano día, durante un viaje en tren, comencé a entender el mundo.